Subió al desván con sigilo. En su mano derecha llevaba un portavelas con una a medio consumir pero que todavía alumbraba. Era perfumada. Vainilla. Podría ser anti-mosquitos y todo sería más agradable. Que oliera a vainilla y que no tuviera que aguantar el zumbido de los mosquitos planeando el desembarco en los tramos de su piel desnuda. Tramos que eran muchos y muy amplios. A fin de cuentas, era uno de los veranos más calurosos de las últimas décadas en aquella zona del mundo. Aunque eso era lo que decían los meteorólogos todos los años, en ese parecía verdad. Estaba segura que al año siguiente, de seguir viva, volverían a decir lo mismo y ella volvería a sentirlo igual. Calor, aroma a vainilla, mosquitos, desván en las alturas lleno de telarañas. En ese instante se dio cuenta de que algo no iba del todo bien cuando ese era su mejor (y único) plan para el sábado noche.
Decidió no pensar demasiado en todo lo que le rodeaba fuera de aquel desván para no distraerse de su búsqueda. No saber qué era lo que estaba buscando ya suponía suficiente distracción como para añadir más al asunto. Llegó el momento inevitable en el que admitió para sus adentros la esperada, pero no evitada, realidad de que no era buena idea subir al desván con aquellas preciosas sandalias que se había comprado al inicio del verano y que tan bien le quedaban. El dedo gordo del pie había impactado dolorosamente con una desvencijada caja de cartón que se interpuso en su camino. La reconoció rápidamente. Era la caja de los viejos vinilos. Viejos por su procedencia, la adolescencia, pero bastante nuevos por el cariño conque siempre los trató y el valor que han adquirido en los últimos tiempos en el mercado del coleccionismo y la revitalización del vinilo como soporte
musical.
Allí estaban todos. Más de los que ella recordaba incluso. Patty Smith, Dylan, Ramones, Rolling Stones, Velvet Underground... Todos y alguno más, incluso autografiado. Muchos autografiados por personas diferentes a los creadores de los discos. Una extraña costumbre que cogió de Dana. Pedir autógrafos de gente sobre diferentes soportes. De gente que no tiene nada que ver con el soporte. De gente, en la mayoría de los casos, que no está acostumbrada a dar autógrafos a su alrededor. Y entre los discos, apareció aquella lámina. Aquella bonita lámina que pensaba enmarcar para que acompañara a Dana en sus noches de trabajo y pasión creativa. Ese cuadro que nunca le regaló en el que se leían esas palabras de Scott Fitzgerald, “Puedes acariciar a la gente con palabras” que Dana nunca llegó a tener y que estaba lleno de polvo. Un polvo acumulado por no tenerlo. Por no recibir su apoyo. Por no confiar en cómo escribía como ella siempre sintió e hizo.
Pensó que lo peor que tenía subir al desván era encontrarse consigo misma. Pensó mucho en ello antes de subir, pero recordó mucho las palabras de Dana, que siempre estaba dispuesta a descubrir, a ir más allá, a penetrar donde fuera, aunque fuera en sí misma. En sí mismas. Pensó y se dejó llevar, como tantas veces, por el recuerdo de Dana y olvidó los riesgos.
Subió al desván y se encontró. En aquel espejo. Aquel espejo olvidado en el desván porque ya no funcionaba. Hacía años que fue sepultado entre los recuerdos acumulados porque se había estropeado. No funcionaba. Curiosamente, era un caso único de espejo que deja de funcionar y estaba allí. En su desván. Estaba convencida de que fue Dana quién lo estropeó. El caso era que allí estaba, detrás de todos esos recuerdos. Inútil y sin capacidad de reflejo. Pero con toda la capacidad inquisitiva que siempre tienen los espejos cuando se sabe usarlos. Aquel espejo no funcionaba, pero seguía siendo terriblemente cruel con ella.
Por más que quiso evitarlo, no pudo. El espejo, burlón en su desajuste, terrible en su inutilidad, le recordó aquello tan terrible a lo que ella se dedicó años atrás con tanto afán. Tiempo antes de que el espejo dejara de funcionar. Hasta justo antes de que Dana despareciera de su vida: Su obsesión de disfrazarse de sueño para entrar en los suyos.
Cabreada con el espejo, con el mundo y, sobre todo, con ella misma, blasfemó entre dientes y pegó una patada unas cajas acumuladas al lado del estropeado utensilio por no romper algo y hacerse daño con los restos de vidrio. No le daría el gusto al espejo. No podía ni imaginar que después de todo lo que habían pasado juntos, encima pudiera hacerle daño ahora, después de estropeado y casi olvidado.
Con la patada cayó al suelo una caja metálica. Inmediatamente la reconoció: Era el kit que Dana y ella compraron para parar el tiempo y que nunca llegaron a sacar de su envoltorio.
Afortunados tiempos, pensó con nostalgia. Tal y como era todo, lo más que podrían haber conseguido es que cada día fuera un domingo. Y los domingos de Dana eran silenciosos y grises.
Fue de aquello de lo que quiso huir para dar la vuelta al mundo. Miró el globo terráqueo que había en la puerta del desván y lo recordó perfectamente. Lo único que quería la última vez que vio a Dana, la última vez que subió al desván antes de perderla para siempre. El último día que la quiso con todo su alma. Quería dar la vuelta al mundo simplemente por poder sorprenderla por la espalda y abrazarla antes de que pudiera oponer resistencia.
Salió a trompicones del desván sin mirar atrás. Entró en internet y buscó la ruta más corta alrededor del globo para dar la vuelta al mundo. Olvidó el espejo, los vinilos y las pocas ganas de vivir en unos días que eran todos domingo. Se colgó la mochila en la espalda y salió a dar la vuelta al mundo simplemente por poder llegar a la espalda de Dana y abrazarla por sorpresa.
No había olvidado lo que era abrazar. Aunque no quedara nada de ello en el desván.
Pero eso ya, es otra historia...
B.S.O.: "Everyday is like Sunday" (Morrissey)
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