No tienes derecho. No te
has hecho merecedor de ellos. Creo que Octavio Paz dijo algo al
respecto, pero soy muy malo para las citas. Vendría al pelo ahora
mismo porque era algo como lo que te estoy intentando decir sólo que
en boca de un Premio Nobel. No tienes derecho a tus sueños, tienes
que ganártelos. Nadie tiene derecho a soñar lo que quiere, tiene
que merecerlo. Y tú nunca has merecido ni la cuarta parte de lo que
sueñas desde que te conozco. Merece lo que sueñas.
Y en esas cosas estaba
cuando me lo crucé por la calle. Era un chico transparente. Al
menos, a mí así me lo parecía. Tanto que podía ver con claridad
lo que pensaba en cada momento. Como ese rollo de los sueños y tener
o no derecho a ellos. Igual que aquel día en el que paseamos por los
grandes almacenes y no podía evitar comparar mi escote con el de
todas y cada una las dependientas que nos salían al paso, y sentirse
culpable por ello. En momentos así, sólo lo miro y disfruto. Él
sabe que yo puedo ver sus pensamientos pero sospecho que no lo
hablamos para poder seguir actuando como si yo no lo viera y así
poder decirme cosas que no se atreve a expresar en voz alta. Incluso
cuando no piensa en nada, está pensando en algo que me parece muy
interesante.
Pensaba en estampas de
santos con restos de cocaína. Pensó que el mundo sería un lugar
mejor si él no hubiera existido, pero en ese momento lo besé para
que se le pasara rápidamente. Pensamientos como pollas en películas
de porno alemán de los setenta por doquier, o espárragos y setas
tras la temporada de lluvia. Pensaba en si serían sensuales mis
movimientos acariciando la pared para encontrar el interruptor de la
luz al entrar en casa a oscuras. Pensaba en todo cuando tocaba nada,
y en nada cuando todo estaba por pensar. Pero, sobre todo, pensó en
mí. Una vez más. El momento de los sueños y el derecho a soñar.
- ¿En qué piensas que me miras muy serio? -le pregunté aún sabiendo que no me respondería con sinceridad.
- En poca cosa, tengo la cabeza en las oposiciones.
Me gustó la ocurrencia y
decidí seguirle el juego para ver hasta dónde estaba dispuesto a
llegar y porque adoraba su capacidad para mentirme. Es raro que
alguien pueda adorar que alguien le mienta, pero es tanto lo que me
gustaba, que asumía la mentira como parte de nuestra relación. Y
porque, por supuesto, sabía lo que pensaba en cada momento y así
las mentiras pierden importancia aunque las detectes con mayor
facilidad.
-Tú no has estudiado en tu vida, pero si es lo que quieres que crea...
- No me vas a creer diga lo que diga.
- Prueba.
- No quiero. Tengo la cabeza loca con las oposiciones.
- ¡Vete a la mierda!
Reí fuerte. Demasiado
fuerte quizás. Y no le gustó nada. Vi como pensaba que le estaba
cortando la cabeza con una katana japonesa con la cara desencajada de
furia al sentirme engañada. Y decidió dejar de pensar más.
Me dio tanto miedo que me
compré una katana y dejé de mirarle a los ojos cuando quería
mentirle. Y desde entonces, nuestro mundo es un lugar peor. Yo me
oculto de sus pensamientos y él sigue convencido de que no merezco
soñar. Somos un matrimonio despreciablemente feliz y normal.