Esta es una historia común. Esta es la historia de una persona normal, aunque ninguno sepamos qué demonios significa ser una persona normal.
Tenía dos piernas, dos ojos, dos orejas, dos brazos, dos manos. Y un solo miembro viril. Y entiéndase por miembro viril, aquello que se presenta más o menos majestuoso o independiente por encima de algo que también tenía en número par: dos testículos.
Esta es una historia común. La historia de una persona que se masturbaba como todas las personas que protagonizan historias comunes. ¿Os habéis parado a pensar alguna vez en ello? ¿Habéis mirado a vuestro alrededor en el vagón de metro, en la sala de espera del médico, mientras aguardáis para pagar en una caja del Mercadona o en cualquier otro sitio de vuestro día a día, que todos y todas que os rodean se masturban como vosotros? ¿Sois capaces de vivir con esa imagen en la cabeza?
Probad a hacerlo: La señora de mediana edad, el joven adolescente de incipiente bigote mal disimulado, el obrero de mono azul, ese presentador de televisión que te está dando las noticias vestido con traje y corbata, la cajera del Mercadona… Todas y todos.
Esta es una historia común que pasó a ser extraordinaria.
Es la historia de un tipo que llegó a comprender que se masturbaba excesivamente. ¿Cuánto es masturbarse excesivamente? Todos nos lo hemos preguntado alguna vez en la vida pero nadie tiene la respuesta correcta. Pero él se masturbaba desmesuradamente. A todas horas, en todo momento, en todo lugar.
¿Es eso excesivo?
Sus amigos le dijeron que sí. Que tenía que moderar la frecuencia. Que la masturbación no es mala, y todos lo hacían, pero no tanto y que probablemente tendría consecuencias, una vez que decidió consultarle a sus amigos sobre ello.
El médico le dijo que sí. Que tenía que moderar la frecuencia. Que la masturbación no es mala per se, pero sí lo es si llega a inundar su vida de la manera que lo estaba haciendo y que probablemente tendría consecuencias físicas más allá de las psicológicas que ya tenía, una vez que decidió ir a un médico a consultar sobre ello.
El párroco le dijo que sí. Que tenía que eliminar la práctica. Que la masturbación es mala per se, y que si llega a inundar su vida de la manera que lo estaba haciendo probablemente tendría consecuencias físicas más allá de las psicológicas que ya tenía, que ardería en el infierno sin remisión, algo por lo que debía haberse preocupado una vez que decidió ir a un párroco a consultar sobre ello.
El psicólogo le dijo que sí. Que tenía que moderar la frecuencia. Que la masturbación es una práctica habitual y necesaria del ser humano, pero si llega a inundar su vida de la manera que lo estaba haciendo, probablemente tendría consecuencias físicas más allá de las psicológicas que ya tenía, una vez que decidió ir a un psicólogo a consultar sobre ello.
Por supuesto, después de cada consulta, se volvía a casa corriendo a hacerse una paja. No hay nada que le ayudara más a no pensar que eso. Y verse en el abismo de caer en el infierno, en la calvicie, en la sequedad de su médula espinal, en su aislamiento social, y de todo a la vez, le hacía pensar con miedo.
Esta era una historia extraordinaria. La historia de un tipo que no pensaba porque cada vez que iba a hacerlo se masturbaba para no caer en ello.
De tanto no pensar y de tanto masturbarse ora por no pensar, ora por ganas, ora por necesidad, ora por vicio, ora por rutina, ora por pensar en ello, descubrió que el instante pseudodepresivo posterior a cada paja se estaba intensificando de manera brutal hasta llegar a la categoría de tristeza post coitum. Y la tristeza postcoitum inundó su vida.
Y cuando la tristeza post coitum inunda tanto tu vida que hasta te planteas si merece la pena el pre coitum o el coitum en sí, y simplemente eres una persona que se masturba excesivamente (Se lo habían dicho el párroco, sus amigos, el médico y el psicólogo) la cosa empieza a estar muy jodida.
Ese es el día anterior a que esto (Que es una historia común) cambiara radicalmente. El día anterior, porque, evidentemente, decidió dedicarse un último día en exclusiva a él y a lo que más le gustaba del mundo: Masturbarse.
Sería como el último pico de un yonki, pero en cantidades de sobredosis para una matar a una comuna de heroinómanos de Las Barranquillas.
Y pasado el día, la historia que era común, pasó a ser extraordinaria. Y se despertó con ganas de masturbarse pero decidido a no hacerlo. Y pasaron los segundos a ritmo de horas, y las horas a ritmo de días, y no pasaron los días porque toda esta historia que de ser común pasó a ser extraordinaria se desató antes de que volviera a ponerse el sol.
El no masturbarse, por encima de millones de consecuencias que sería muy aburrido de explicar aquí, trajo consigo una realidad nunca antes prevista. El no masturbarse le hizo no tener las manos ocupadas. Sobre todo la derecha, su gran amor y cómplice a la que eventualmente era infiel con la misteriosa y poco conocida izquierda. Unas manos, sobre todo la derecha, huérfanas de miembro viril y de actividad que empezaron a sufrir un síndrome de abstinencia si cabe superior al que estaba mal llevando su dueño.
Ese dueño que empezó a escribir lo que sería la historia extraordinaria de un tipo de lo más normal que estaba inmerso en una historia completamente normal.
Ese dueño que no podía controlar sus manos, sobre todo la derecha, porque bastante tenía con controlar un cuerpo y una mente poco acostumbrados a estar ociosos, y que vio como sus manos, sobre todo la derecha, desamparadas de polla que masturbar, buscaron algo en qué entretenerse.
Y rebuscando en el arsenal de revistas, películas y utensilios destinados a la masturbación de su dueño, encontraron lo que siempre se suele encontrar en un arsenal: Armas de fuego.
Cogieron la más grande, acaso por el complejo de tantos años agarrando un miembro viril de tamaño medio tirando a bajo, la cargaron y llevaron a tirones a su dueño al balcón.
Y de aquella historia común, de aquella historia de una persona normal, surgió la mayor masacre que nunca se produjo en aquella ciudad. Empezaron a disparar a todo lo que se movía cerca. Aniquilaron a cuanta persona tuvo la mala suerte de pasar cerca de aquel balcón ese día. Ajusticiaron sin miramientos a toda la gente que andaba por allí. Mejor suerte hubieran corrido de haber estado masturbándose y no paseando por la calle...
La prensa, como de costumbre, se llenó de titulares impactantes por lo extraño del caso. Todo el vecindario habló de lo normal que era el chico, que siempre saludaba, que parecía un tipo majo, que no se lo podían explicar...
Nadie encontraba explicación a lo ocurrido.
Y todos los que hablaron con la prensa, todos los que habían estado cerca de aquel hombre que vivía una historia normal y que asesinó desde su balcón a todo lo que pasó por allí esa tarde, se volvieron a sus casas en silencio y se masturbaron.
Y lo que era una historia extraordinaria en un barrio hasta entonces tranquilo, pasó a ser una masturbación colectiva, oculta de puertas para dentro, de personas normales que siempre saludan cuando te cruzas con ellas en el portal…