Toni era un cabrón con pintas. No sé si esa es la mejor definición que se puede hacer de él, pero llevo un montón de tiempo con ganas de escribir algo donde colocar la expresión “cabrón con pintas”.
Lleva toda la vida dedicándose a hacer lo que le viene en gana y, a ojos de los que le rodeamos, nada bueno sale de su cabeza. Cualquier cosa que se le ocurre tiene un reverso oscuro que da respeto o miedo al más pintado, cuando no es directamente delictivo y/o aberrante.
He de reconocer, aunque muy en voz baja, que algunas de sus ocurrencias me han hecho gracia y me han parecido fascinantes, pero no es la norma habitual. Lo habitual es la estupefacción.
Ser un niño bien, sin tener que preocuparse demasiado por ganarse la vida, le hizo desde muy pequeño poder ocupar su mente con cualquier cosa, aunque no fuera útil para nada más que para su extraño divertimento. Y cuando la mente se ocupa con cualquier cosa y eres un cabrón con pintas, no es muy difícil de sospechar que todo lo que hacía Toni podría llegar a ser tremebundo.
Hubo momentos más o menos graciosos. Cuando le dio por robar los tangas del tendedero de su vecina y sustituirlos sistemáticamente, durante varios meses, por bragas de abuela, la mayoría le reímos la gracia. Nos pareció curioso, incluso útil a alguno, cuando inspirado tras ver una web que clasificaba los WC de diferentes bares y restaurantes de la ciudad por su limpieza, se dedicó en cuerpo y alma a escribir un blog clasificando los WC de los bares y discotecas a los que iba, por la comodidad y facilidad para esnifar cocaína en ellos. Creó innumerables perfiles falsos de
facebook de conocidas suyas sólo por el mero placer de contactar con gente haciéndose pasar por ellas y ver qué pensaban los demás o entablar extrañas relaciones sociales a espaldas de las protagonistas. Hubo un tiempo en el que estaba obsesionado con traumatizar a los niños de su vecindario y se dedicaba a empapelar las escaleras de montajes de Hello Kittys decapitadas y sanguinolentas o de fakes sexuales de
Hanna Montana. Cada vez que se apuntaba a algún curso o trabajaba con ordenadores, tenía obsesión por robar la bolita que hacía andar a los ratones, con una rapidez pasmosa que hacía casi imposible que supieran qué había pasado y quién había sido. Hubo una temporada en la que se dedicaba a pasar las horas muertas en las bibliotecas públicas emborronando infantilmente la página 69 de todos los libros que podía sin levantar demasiadas sospechas y otra en la que compró una valla publicitaria de una de las autovías de entrada a la ciudad y colocó durante un tiempo la leyenda “Tú vida es una mierda y lo sabes” que seguramente haría estragos en la moral de mucho conductor despistado que la viera por primera vez.
Eran muchas las fechorías, y muchas más, seguramente, las que ninguno conocíamos. Para él eran meros entretenimientos, y según iba creciendo iban haciéndose más complejas, y a la vez más dañinas.
Un buen día compró una furgoneta blanca y la decoró como una ambulancia de una mutua privada. Se dedicaba a dar paseos a toda velocidad con la sirena aullando por toda la ciudad y se paraba en donde creía que podía despertar más interés y a la vez, más pánico o inquietud. Le fue cogiendo el gustillo. Incluso cuando quedaba con los amigos, llegaba con la ambulancia a toda velocidad con la sirena atronando a lo lejos, aunque fuera a un picnic campestre. Nadie entendía demasiado bien esta última costumbre que había adoptado. No le encontraban demasiado sentido, ni siquiera ninguna gracia. Yo sí.
Yo sí sé qué se siente al tener una ambulancia sonando a la puerta de tu casa cuando llegas. Toni también lo sabía, y por eso me resultaba tan extraño que disfrutara con ello. Pero nunca busqué demasiada lógica a las cosas que hacía o que podía sentir.
Ayer estuve tomando café con él. No sé si soy su mejor amigo, pero sí de los pocos que lo aguanta porque no lo juzgo demasiado. Hablamos de casi todo, y hace tiempo que aprendí a no valorar sus rarezas y ocurrencias. Él sabe que yo pienso que es un cabrón con pintas. Yo pienso que él sabe que en el fondo me cae bien. Los dos pensamos que lo pasamos bien juntos de cuando en cuando. Me dijo que llevaba un tiempo con la ambulancia y que estaba empezando a sentir cosas raras. Él cree que una ambulancia, aunque sea de mentira, tiene un propósito bueno, que es ayudar a salvar vidas. Y cree que los conductores de ambulancia son, en el fondo, ángeles… Y él no pasaba de ser un diablillo que enseñaba su buen corazón de cuando en cuando. Creía que se estaba pasando esta vez. Que lo de la ambulancia quizás fuera demasiado. Que debía dejarlo…
Yo, como acostumbraba, no le dije nada. Nos despedimos con un abrazo y cogió la ambulancia rumbo a la casa de uno de sus últimos ligues.
Hoy me he enterado de que llegó a tiempo. Dicen que cuando llegó a la puerta, bajó el padre de la chica nervioso y le pidió una camilla para meterla con rapidez en la ambulancia. Parece ser que salió disparado hacia el hospital más cercano con ella tendida en la parte de atrás y con el padre a su lado agradeciéndole la prontitud en la llegada. Corre el rumor de que ella, en un esfuerzo terrible le decía al padre “¡Es Toni!, ¡Papá, es Toni!...” El padre no entendía nada, pero la veía feliz. Sonreía a pesar de su estado.
Toni también sonreía, sin apartar la vista de la carretera. Era un cabrón con pintas, pero aplicado y perfeccionista. Sentía la sonrisa de la chica en su nuca. No podía verla, pero sentía la sonrisa. Al cabo de un buen rato de trayecto, esa sonrisa que sentía en la nuca aunque no podía verla se fue apagando. Toni empezó a sentirse nervioso. El padre sólo imploraba que por favor se diera más prisa. Toni sabía que todo había acabado: Ya no sentía nada en la nuca. Y giró la cabeza para constatar lo inevitable. Su nuca no le engañaba. Pero su nuca no tenía ojos para la carretera…
Dentro de un tiempo recordaré lo mucho que me enseñó.
Sobre todo, una verdad no muy extendida: Hasta un cabrón con pintas tiene sentimientos...