jueves, 19 de junio de 2014

Tener derecho a soñar



No tienes derecho. No te has hecho merecedor de ellos. Creo que Octavio Paz dijo algo al respecto, pero soy muy malo para las citas. Vendría al pelo ahora mismo porque era algo como lo que te estoy intentando decir sólo que en boca de un Premio Nobel. No tienes derecho a tus sueños, tienes que ganártelos. Nadie tiene derecho a soñar lo que quiere, tiene que merecerlo. Y tú nunca has merecido ni la cuarta parte de lo que sueñas desde que te conozco. Merece lo que sueñas.

Y en esas cosas estaba cuando me lo crucé por la calle. Era un chico transparente. Al menos, a mí así me lo parecía. Tanto que podía ver con claridad lo que pensaba en cada momento. Como ese rollo de los sueños y tener o no derecho a ellos. Igual que aquel día en el que paseamos por los grandes almacenes y no podía evitar comparar mi escote con el de todas y cada una las dependientas que nos salían al paso, y sentirse culpable por ello. En momentos así, sólo lo miro y disfruto. Él sabe que yo puedo ver sus pensamientos pero sospecho que no lo hablamos para poder seguir actuando como si yo no lo viera y así poder decirme cosas que no se atreve a expresar en voz alta. Incluso cuando no piensa en nada, está pensando en algo que me parece muy interesante. 




Pensaba en estampas de santos con restos de cocaína. Pensó que el mundo sería un lugar mejor si él no hubiera existido, pero en ese momento lo besé para que se le pasara rápidamente. Pensamientos como pollas en películas de porno alemán de los setenta por doquier, o espárragos y setas tras la temporada de lluvia. Pensaba en si serían sensuales mis movimientos acariciando la pared para encontrar el interruptor de la luz al entrar en casa a oscuras. Pensaba en todo cuando tocaba nada, y en nada cuando todo estaba por pensar. Pero, sobre todo, pensó en mí. Una vez más. El momento de los sueños y el derecho a soñar.

- ¿En qué piensas que me miras muy serio? -le pregunté aún sabiendo que no me respondería con sinceridad. 
- En poca cosa, tengo la cabeza en las oposiciones. 


Me gustó la ocurrencia y decidí seguirle el juego para ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar y porque adoraba su capacidad para mentirme. Es raro que alguien pueda adorar que alguien le mienta, pero es tanto lo que me gustaba, que asumía la mentira como parte de nuestra relación. Y porque, por supuesto, sabía lo que pensaba en cada momento y así las mentiras pierden importancia aunque las detectes con mayor facilidad.


 -Tú no has estudiado en tu vida, pero si es lo que quieres que crea... 

- No me vas a creer diga lo que diga. 
- Prueba. 
- No quiero. Tengo la cabeza loca con las oposiciones. 
- ¡Vete a la mierda! 



Reí fuerte. Demasiado fuerte quizás. Y no le gustó nada. Vi como pensaba que le estaba cortando la cabeza con una katana japonesa con la cara desencajada de furia al sentirme engañada. Y decidió dejar de pensar más.

Me dio tanto miedo que me compré una katana y dejé de mirarle a los ojos cuando quería mentirle. Y desde entonces, nuestro mundo es un lugar peor. Yo me oculto de sus pensamientos y él sigue convencido de que no merezco soñar. Somos un matrimonio despreciablemente feliz y normal.



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