miércoles, 5 de octubre de 2011

Leyendo al revés



¿Has probado leer un libro al revés? No letra a letra, inversamente, sino cogiendo el epílogo, después el último capítulo, el penúltimo… Para así ir deshaciendo la historia y los personajes hasta llegar a su nacimiento.



Pues no vamos a hacer nada de eso… Esto es cabezadeavestruz, no vengas buscando aquí cosas que no encuentras en otros sitios. Hoy vamos a deslavazar una historia, en este caso, una nuestra, una que conocemos linealmente y que tú vas a poder diseñar como te plazca, a fin de cuentas, tú decides si sigues en esta página o si pasas al porno que habitualmente visitas a estas horas.




Estás asustada. Te falta el aire y no sabes muy bien qué hacer. Lo que antes era un estruendo tremendo ahora se ha convertido en un silencio inquietante. El Peach Pit es ahora un conglomerado de cristales, cuerpos, restos de comida y sangre. Hacía días que estabas deseándolo, pero nunca te atreviste hasta este momento. Que no te dejaran entrar a la última barbacoa en el chalet de los Walsh fue la humillación que había colmado el vaso. Juraste odio eterno a los mellizos Brenda y Brandon, que simbolizaban todo lo que siempre habías detestado. Tú siempre habías sido más de Dylan Mc Kay, por aquel rollo de malditismo, de malote irredento, de motero encuerado, de espíritu libre… Pero hasta Dylan te había fallado cuando te enteraste que era uno más de la pandilla y que aparte de Kelly, su gran amor era la pavisosa de Brenda Walsh… Contra los demás no tenías mucho más, pero precisamente por eso también te resultaban odiosos: No se puede ser feliz siendo tan insulso.
Estás a punto de tropezar. Te cabreas contigo misma y miras al suelo. La cabeza reventada de Donna Martin casi te hace caer. Le pegas una patada y vuela con su melena rubia ensangrentada contra el último cristal que quedaba entero en el Peach Pit.
Te viene a la memoria una extraña melodía que acompañas con un doble movimiento a modo de golpe al aire con el puño. Hoy eres un poco más feliz que ayer.




Le das un beso a tu mujercita y sales de casa de la mano de tu hijo de cuatro años recién cumplidos. Abres el coche con el mando a distancia y conduces camino al colegio para dejarlo allí. En veinte minutos estás llegando a la puerta de tu trabajo. Bien remunerado, como siempre quisiste, con posibilidades de ascenso y gran prestigio social. Antes de bajarte del coche piensas que llevas la vida que siempre soñaste. Subes la radio porque suena aquella canción que tanto te emocionaba hace años. Sigue pareciéndote buenísima y te trae recuerdos de una época en la que, aunque no lo decías, soñabas con todo lo que tienes ahora. Tu mujer está a punto de darte tu segundo hijo. Una niña, como tú querías. Todo es terriblemente perfecto. Tienes un grupo de amigos que te quieren y admiran en igual proporción. Todo es como siempre habías soñado… Y tarareas…
Pero algo te impide bajar del coche y subir a la oficina. Y eso que llegas con unos minutillos de retraso. Pero no tienes prisa, no sabes bien qué te pasa. Por un momento fantaseas con arrancar el coche, coger la carretera y huir de toda esa vida perfecta que vives y por la que tanto has peleado. Por un momento te crees capaz de hacerlo. Minutos después estás esperando que se encienda el ordenador mientras cuelgas la chaqueta en la percha de tu despacho. Te sientas mientras los correos electrónicos empiezan a descargarse. Miras la pantalla y te preguntas incrédulo porqué te pasará lo mismo todos los martes por la mañana. Tu secretaria te trae un café y descubres, con pesar, que no sabe como a ti te gusta.




Sales corriendo de la iglesia. Has escupido al cura justo cuando te iba a dar la comunión. Era tu primera comunión, un día especial en la vida de todo niño. Toda tu clase estaba allí, tus primos, tus parientes… Pero tú sólo tenías un pensamiento: No te habían regalado el reloj calculadora que te habían prometido. A Carlitos y a Toñi, sí. Pero a ti no. No crees que pueda haber un momento en tu vida en el que te vayas a sentir peor, y encima, el cura se empeña en que te des prisa. ¡Por Dios! ¡Que es el Cuerpo de Cristo! Te lo metes en la boca y se te atraganta al amasarse con todos tus pensamientos y frustraciones. Además, Sara te está mirando con esa sonrisa pizpireta que tanto te gusta. El cura te mira con cara inquisidora y no puedes más: Se lo escupes apuntando a aquel repulsivo mentón que tanto se tocaba con los dedos cuando os contaba las magnificencias de aquel melenudo llamado Jesús de Nazaret que murió por todos nosotros sin que nosotros se lo pidiéramos. Y tú mientras tanto, pensando en la sonrisa pizpireta de Sara. La hostia le da de lleno y toda la iglesia parece que se había puesto de acuerdo un segundo antes para provocar el mayor de los silencios y que el impacto resuene en toda la archidiócesis. Ni siquiera Carlitos y Toñi están riendo en ese momento, ni siquiera la odiosa madre de Julián está haciendo fotos en ese momento, ni siquiera el guapete chulito de la guitarra que da catequesis está susurrando nada al oído de las chicas que compiten por sentarse con él cuando canta en el coro en ese momento… NADA, todo se había hecho silencio, y el impacto de la hostia sonó como cuando arrojaste las bolas que hacías mojando el papel higiénico contra la espalda de Fran en las duchas después del entrenamiento…
Corres y corres, pero todo te da igual. Tú sólo quieres el reloj calculadora que no te han regalado.



Te pasas una mano sobre la otra. Miras las yemas de tus dedos y recuerdas que esas arrugas han sido provocadas por muchas sensaciones que pasaron por allí. Sonríes como un estúpido recordando los cuerpos que tocaste. Te acuerdas de aquella voluptuosa muchacha de la que no recuerdas el nombre pero nunca olvidarás que te exigía que la acariciaras con fuerza, como si no costara. Recuerdas aquella prostituta que pagaste y a la que no te pudiste follar porque te encantaba la tersura de su piel al paso de tus dedos y eso te distrajo de cualquier otra cosa. Añoras a tu segundo amor, al que con cualquier roce hacías estremecer, sin que ella supiera que tú te estremecías más que ella. Recuerdas el cuerpo suave de aquella que te dijo que te quería pero que era mentira, aunque tú la sigues queriendo. Fantaseas con tus manos en todos los cuerpos que tu memoria ya no distingue. Imaginas tu dedo índice recorriendo la columna vertebral desde el nacimiento del pelo hasta el inicio de las nalgas de esa chica a la que nunca podrás olvidar, por mucho que ella siempre creyera que no era importante para ti. Recuerdas, recuerdas, recuerdas… Pero no tienes nada que tocar con tus manos. No hasta que llega Flora. Con su cariñoso acento sudamericano te pregunta que cómo estás hoy a lo que tú le respondes con tu mejor sonrisa. Te coge de la mano y te estremeces. Como tantas otras veces. Esa mano es el cuerpo de todas las mujeres que amaste. Esa mano es la piel de todas las mujeres que sigues amando aunque ya no recuerdes. Esa mano es la que te hace levantarte de buen humor todas las mañanas. Recordando el día anterior. Y así, un día tras otro. Esperas que llegue Flora. Pasándote una mano sobre la otra. Esperando que te dé el paseo antes de cenar en aquel apestoso asilo donde todo es tan maravilloso cuando ella (y todas las demás) te agarran de la mano.





Te sientes sucia. Te sientes mal. Tú mejor amiga se acaba de acostar con el chico te gusta. Crees que nada tiene sentido en este mundo. Estás convencida que empezó a hacer dieta, la muy zorra, sólo para eso. Era la que te apoyaba siempre, érais inseparables, estaríais juntas toda la vida, pero un simple chico –muy guapo, eso sí- gilipollas os ha separado. Y la odias como nunca has odiado a nadie. Te sientes sucia por desear que les vaya mal, sobre todo a ella. Te sientes mal porque crees que ha hecho trampas haciendo dieta para estar más delgada.
Y, sin saber muy bien porqué, tanta dieta desleal te lleva a la receta. A la receta para hacer un poema dadaísta. Y a la manera Dadá, coges el primer periódico que te encuentras y te sumerges en él con las tijeras. Por un momento piensas qué harías con esas tijeras si la tuvieras delante, pero se te pasa rápidamente y piensas qué harías con esas tijeras si le tuvieras delante, pero se te pasa rápidamente y te pones a recortar antes de que pienses qué te harías con esas tijeras teniéndote delante. Porque te tienes delante. Y escoges un artículo del tamaño de su culo antes de empezar la dieta. Y recortas todas las palabras del artículo pensando que cada corte es un tajo que le haces a él en su cuerpo. Y las metes en una bolsa y la agitas. Y sacas las palabras recortadas y las pegas en un papel en el orden que te han salido, el orden al que ellos te han empujado. Y la receta del poema dadá dice que ese poema que ha salido se parece a ti. Pero te ha salido un anónimo con amenaza de muerte. Dirigido a ella. Debo haberlo hecho mal, piensas con intención de repetir la operación. Y repites cogiendo un artículo que no sea de la sección de sucesos. Y vuelves a hacerlo todo paciente y meticulosamente. Y la receta del poema dadá dice que ese poema que ha salido se parece a ti. Pero te ha salido un anónimo con amenaza de muerte. Dirigido a él.
Te desesperas.
Repites la operación. Y te sale un anónimo con amenaza de muerte. Dirigido a ti. Y decides no volver a repetir la operación porque piensas que los dadaístas eran un poco raros. Y sigues odiándolos hasta la semana siguiente cuando ella te diga que él es un gilipollas y que no merece la pena…


¿Has probado leer un libro al revés? No letra a letra, inversamente, sino cogiendo el epílogo, después el último capítulo, el penúltimo… Para así ir deshaciendo la historia y los personajes hasta llegar a su nacimiento.

Pues inténtalo hacer con tu vida. Deshaz el camino que has llevado e intenta volver al útero materno. Pero no digas que lo has leído aquí…


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