martes, 19 de abril de 2011

El Tomate: Ese gran desconocido


Hubo un tiempo en el que me dio por ir todas las tardes a tomar algo a aquel extraño local. No sé porqué pero me aficioné a ese rollito tan de moda de la vida sana y, además de otras estúpidas y cansinas acciones en pos de mejorar mi salud y mi estado físico, cogí la rutina de convertir aquel bar de cócteles naturales en uno de mis sitios de referencia y de visita obligada y casi diaria. Yo, que he frecuentado con verdadera devoción los peores antros de mi entorno y de varios kilómetros a la redonda, llevaba tiempo probando todas las combinaciones frutales que se ofertaban en aquel nuevo sitio de referencia.
Reconozco que lo empecé a frecuentar por pura moda y esnobismo, pero la mirada de aquella chica me atrapó y me dejé llevar. Empecé a tomarme como una obligación no faltar a mis tardes de frutas y verduras licuadas sólo por verla a ella.
Me miraba y yo la miraba. 
Primero con recelo, después más abiertamente. 
Me miraba y me sonreía. 
Toda mi vida he estado buscando la respuesta al interrogante del cruce de miradas. Yo sé porqué miro, pero nunca sospecho porqué me miran. El juego de miradas para ligar es esencial, pero nunca lo he controlado. Pero esa mirada, acompañada de esa sonrisa luminosa, no podía engañarme. Me miraba y la miraba, nos mirábamos. Aguantábamos la mirada de aquella manera que no dejaba lugar a dudas.
Mi nueva condición de chico sano aficionado a los combinados de frutas y verduras hacía más difícil que nunca el acercarme a ella. Si borracho siempre fui un pusilánime, en un ambiente saludable y energético era poco más que una acelga impasible.
Cuestión de tiempo, pensaba para mis adentros. Para mis cada vez más saludables adentros.
Y, sorprendentemente, llegó el día.
Ella se acercó a mí. Me dijo que llevaba mucho tiempo observándome y que quería invitarme a su cóctel favorito. 
Yo también llevo mucho tiempo observándote, dije como si no fuera evidente. ¿Qué lleva este cóctel? Pregunté sin el menor interés. De todo, dijo ella, con asombroso gran entusiasmo. Tómatelo y te hará bien, y luego te dejo que me invites tú a lo que quieras. Faltaría más, accedí como no podía ser de otra manera.
Así pasamos varios días. Así pasábamos las tardes en aquella maravillosa primavera. Evita los espárragos, el ajo, la cebolla, los lácteos, el brócoli, la coliflor, las coles de Bruselas… Me decía como si fuera una farmacéutica de barrio con mucha experiencia. Y por supuesto, evita los alimentos grasos, el pollo, las especias, el café, el chocolate… No fumas, ¿Verdad? Aquello empezaba a ser demasiado extraño. ¿Se trataría de una especie de sacerdotisa de una secta que quería captarme? Si así fuera lo habría conseguido de sobra, pues me esmeré en seguir sus consejos cual discípulo obediente, aunque fumaba y tomaba café a escondidas y nunca se lo confesé.

A partir de hoy, tienes que esforzarte en comer más piña, ciruelas, mango, nectarinas, perejil, menta, hierbabuena, te verde… Sí, mi ama, pensaba para mis adentros.
Mis adentros. 
Es lo que a ella interesaba. 
Mis adentros.
¿Por qué me dices todas estas cosas? ¿Qué quieres conseguir con todo esto? Le dije una vez que me armé de valor y que mi dieta y mi vida giraban torpe y totalmente en torno a ella… Y sobre todo, ¿Cuándo follamos? (Esto último no lo dije, pero evidentemente, ni todas aquellas frutas, verduras y recomendaciones alimenticias me lo habían quitado de la cabeza).
Llegado el momento lo sabrás.
¿Y cuándo será eso?
Pronto, ya estás casi preparado, aunque eso nunca se sabe. A partir de hoy, deberías darte al tomate todo lo que puedas, la primera impresión es muy importante. Bebe zumo de tomate o cómelo a diario. Todo lo que te parezca y puedas…
Pero… (El “cuándo follamos” no hacía más que retumbar en mi cabeza) Todo esto, ¿Para qué? ¿Por qué tomate?
 
El tomate aumenta la cantidad y hace que el semen sea más líquido. Ahí no supe que decir. Y ya te he contado demasiado. ¿Te fías de mí? Por supuesto… 
Había dicho la palabra semen y me había sonreído como nunca, nada malo podría pasar ya, aunque mis visitas al baño eran cada vez más frecuentes y extrañas desde que empecé a hacer caso de sus recomendaciones. Pues tranquilo, que en poco sabrás a cuento de qué viene todo esto. Y créeme, no te arrepentirás. Ninguno suele hacerlo. Toma, te he pedido un zumo de tomate. Por cierto, ¿No serás diabético? Me encantan los diabéticos… Estuve a punto de decir que sí, pero… ¿Quiere mi semen? ¿Para qué? Aquello no tenía ni pies ni cabeza… Seguramente eran imaginaciones mías, como siempre… Aunque no podía quitarme de la cabeza lo obvio: ¿Cuándo follamos?
Días después, como todas las tardes, llegué donde de costumbre, con la sensación de que se me estaba poniendo cara de ciruela atomatada y que todo el mundo me miraba. Pero faltaba algo: Su mirada, su sonrisa.
Por un momento me sentí una estúpida nectarina con patas al no verla por allí. Cuando desesperado empecé a buscar la cámara oculta que, seguramente, sería la responsable de toda aquella extraña historia y empezaba a ponerme rojo como un tomate, la vi llamarme desde la puerta del almacén.
Ven, tonto, ven aquí.
Suspiré aliviado. Y me faltó tiempo para cruzar todo el espacio que me separaba de ella.
Estás colorado, ¿Creías que no iba a venir hoy? Hoy es un día muy especial. Hoy es el día. Por fin ha llegado, creo que ya estás preparado. Estás rojo como un tomate…
“Rojo como un tomate” ¿Y qué esperabas? ¡Hoy es el día! ¿Cuándo follamos? Tengo mal cuerpo, creo que no voy a poder seguir mucho más tiempo con esto… Evidentemente no le dije nada esto. Sólo acerté a pronunciar un torpe y atomatado, Hola guapa, ¿Dónde vamos?
Pasa dentro y ponte cómodo. Siéntate en el sofá.
Velas aromáticas y el Purple Rain de Prince sonando de fondo creaban un ambiente inmejorable. Colocó un par de cojines y se arrodilló entre mis piernas. No sabía qué decir. Tampoco importaba ya: Había llegado el momento.
Me bajó los pantalones hasta los tobillos y mi polla saltó como un resorte en cuanto dejó de estar presa de la tela de mis calzoncillos. Pensé que quizás tenía una erección desde la primera vez que la vi. Se lanzó a mi entrepierna y me hizo la mejor felación que nadie pudo recibir nunca. Al menos eso me pareció a mí. No pude ni quise -creo- reaccionar. No dije nada, no hice nada. 
En menos de tres minutos descargué en su boca como un torrente desbocado. No dejó escapar ni una gota. Con deseo y sed inaudita paladeó todo lo que fue saliendo de mí como si de alguno de los cocktails del bar se tratara. Su lengua se movía hábilmente recogiendo todo lo que se escapaba entre la comisura de sus labios. Se incorporó y me dio las gracias.
¿Gracias? ¿Por qué?
Por haberte fiado de mí. Por haberme hecho caso. Espero que te haya merecido la pena.
Y tanto. Pero eso no lo dije. En su lugar esbocé un torpe y entrecortado Pe-pe-pe-ro…
De acuerdo, supongo que te debo una explicación.
Pues no vendría mal, creo yo...
Salimos al bar y nos tomamos unos zumos de tomate. Me explicó que de cuando en cuando, buscaba chicos que le llamaran la atención y que los viera saludables. Los intentaba convencer de las ventajas de estar sanos y de comer ciertos alimentos, además de evitar otros. Todo enfocado a dar un buen sabor al semen. Me dijo que sabía que yo tenía potencial, que sólo era cuestión de conducir mi alimentación. Me dijo que le encantaba el semen, pero no podía ni imaginar lo que se probaba por ahí. Me dijo que de tantas malas experiencias y malos tragos (Nunca mejor dicho) que había tenido, se propuso un buen día apostar sobre seguro, costara lo que costara. Primero buscó diabéticos. Después pasó horas muertas en las pastelerías, pero la mayoría de los que son muy aficionados al dulce lo descompensan con el resto de su dieta. Finalmente acabó encontrando aquel sitio donde solíamos entrar novatos en la materia como yo, gente fácilmente conducible por la vida sana y por las materias primas adecuadas para su causa. Llegó a un acuerdo con el dueño de la coctelería y le cedió aquel cuartito a cambio de no utilizarlo nunca antes de que la potencial “víctima” hubiera consumido un mínimo de 15 o 20 consumiciones. 
Y en esas estaba.
Le pregunté qué número hacía yo en su cacería.
No quiso contestarme por discreción.
Le pregunté qué tal sabía.
No quiso contestarme por discreción.
Nos pasamos así varias semanas. Empecé a abandonar la vida sana. Cada vez me cuidaba menos. Algún día incluso me recriminó que estaba relajando un poco mis costumbres. Me acusó de comer espárragos, ajo, e incluso me pilló fumando. Sin venir a cuento, dejé de ir a verla. Pensé que era lo mejor. No quería acabar mal con ella.
Hace poco volví a pasar por allí. La saludé y le pregunté qué tal le iba. Me dijo que últimamente estaba bastante bien la cosa. Tenía a varios chicos “enganchados”. No podía quejarse. Desde que abrieron un gimnasio frente a la coctelería el número de potenciales víctimas había aumentado de manera espectacular. Llevaba incluso una agenda para no encontrarse con momentos que pudieran incomodar a sus chicos.
Hablamos del semen de sus propiedades, de sus sabores y sinsabores, de sus texturas. Le pregunté si merecía la pena tanto esfuerzo. Me volvió a mirar como aquellas veces y sonriendo como sólo la he visto sonreír a ella me dijo:
Por supuesto. Merece mucho la pena. 
 
Le dije que porqué sólo valoraba el sabor y no sus propiedades para la piel. Me miró extrañada. ¿Qué le pasa a mi piel? Nada, preciosa, nada.
¿Quieres saber una cosa? Eres de lo mejorcito que me he encontrado y te echo de menos. ¿Sabes por qué? Creo que tú lo disfrutabas tanto como yo...
La besé y prometí volver a verla alguna vez.


Ha pasado el tiempo pero a día de hoy, todavía, cuando veo un tomate me pongo cachondo.

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