- Terminará el domingo y
yo seguiré esperando la canción que me habías prometido.
- No sé hacer canciones.
- No hace falta saber.
Ponle música a lo que ven tus ojos.
Hice el movimiento de
taparme los ojos con las manos y sonreí. Cuando volví a la
normalidad y recuperé la visión, ella ya no estaba allí. Me
asusté. Me asusté como hacía mucho tiempo que no me asustaba. Me
asusté y me sentí estúpida por estar siempre jodiendo las cosas
con mis bromas. Y estuve asustada hasta que sentí sus labios en mi
espalda.
- ¿Por qué no me quieres más?
- Te quiero más de lo que
podemos soportar las dos.
- Yo puedo soportar todo.
Hasta el peso de tus tetas.
- Yo no puedo soportar que
bromees con mis tetas cuando estás echándome en cara que va a
terminar el domingo y sigues esperando la canción que dices que te
había prometido.
- Me lo habías prometido.
- Me confundes con otra.
- Nunca.
Lloré de impotencia
porque sabía que me estaba mintiendo. Lloré esperando que terminara
el domingo y que se olvidara de todo aquello. Lloré porque no creo
en las canciones. Lloré porque no creo en la poesía. Lloré porque
tengo motivos de sobra para haber perdido la fe.
- No creo en la poesía ni
en las canciones.
- ¿Por qué? Eso es muy
duro. Tú no eres así.
- Tú no sabes como soy.
- Te quiero y eso implica
saber cómo eres.
- Te gustan mis tetas y eso
implica creer que me quieres y que sabes cómo soy.
- Eres una cínica.
- Tengo mis motivos.
- Dime alguno.
- Podría enumerártelos
pero llegaríamos al domingo que viene.
- Dime dos o tres.
Recordé cómo un día le
pregunté a mi librero por qué todas las hojas de los libros que
vendía estaban arrugadas y amarillentas y me confesó que sólo
compra y vende libros que hacen llorar y que dejan poso de lágrimas
y tristeza en sus páginas. Lloré y recordé que no quise hacerle
ver que regentaba una librería erótica porque seguramente él ya lo
sabía.
- Rimbaud acabó vendiendo
armas en África hastiado de escribir.
- Vale, dime otra.
- Sidnead O´Connor acabó
poniendo anuncios para follar con hombres peludos.
- ¿Quién es Sidnead
O´Connor?
- Un buen día, Mark David
Chapman compró un ejemplar de “El Guardián Entre el Centeno”,
escribió en él "Esta es mi declaración" y firmó como
"Holden Caulfield", mató de cuatro tiros a John Lennon, y
se quedó leyéndolo hasta que le detuvo la policía.
- Me gustó mucho ese
libro.
- Es un libro para
adolescentes.
- ¿Alguna vez piensas en
mí de verdad?
- Constantemente, y eso me
impide hacer más cosas, como aprender a tocar la guitarra para
hacerte una canción.
- ¿Alguna vez piensas?
- Terminará el domingo y
yo seguiré masturbándome envuelta en sudores y calurosas preguntas.
- Terminará el domingo...
(Just Reading by Lust for Leica) |
Recordé a mi librero. Lo
recordé y supe que lo último que los dos querríamos ser en este
mundo era gente de ciencias. Gente que supiera explicar por qué
huele tan bien una librería vieja. Por qué tienen un olor tan
embriagador los libros antiguos. Nos gustaría seguir siendo de esa
clase de personas que lo primero que hace al agarrar un libro es
olerlo, sin saber muy bien a qué se debe ese aroma tan maravilloso
que percibimos en ese momento. Siempre, sin pensarlo demasiado,
deducimos que el olor de los libros se da por sus componentes, entre
ellos, entre ellos la tinta y el papel.
Lo terrorífico fue conocer
que el papel está conformado por una cierta cantidad de lignina, el
polímero orgánico más abundante en el mundo vegetal, del que nunca
antes habíamos oído hablar. Una lignina cuya función principal es
darle firmeza a la madera de los troncos para que los árboles
permanezcan erguidos y puedan crecer y no se conviertan en comida para microorganismos o enzimas. Por ello el papel, al venir de los
árboles, tiene cierto nivel de lignina, lo que lo hace tener cierta
resistencia y dureza. Pero al pasar el tiempo, la lignina se oxida.
Esa oxidación es la que hace al papel ponerse amarillo, por eso los
libros antiguos son así. Pero lo fundamental en este asunto es que
cuando se oxida la lignina desprende más olor. Y la lignina, como
todo en este mundo, tiene familia. Una familia en la que tiene un
vínculo muy especial con la vainilla. Primas hermanas. El olor a
vainilla entonces se suma a matices que llegan de los compuestos
químicos empleados en la confección del libro, como el pegamento o
la tinta. Y ahí viene el olor. Y eso es lo que no deberíamos
conocer ni mi librero ni yo. Porque no somos gente de ciencia.
El problema es que este
olor tan romántico, tan embriagador, también es un síntoma
inequívoco de que el libro se está destruyendo. Como cuando cae el
sol y empiezas a pensar que terminará el domingo...
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