Esto
que te cuento sucedió en un tiempo, tan lejano, que casi no me
acuerdo.
Había escrito un poema sobre la adicción a las drogas y
caída a los infiernos, televisada hasta su muerte, de Carmina
Ordóñez. Aquel poema había gustado mucho y hasta fue seleccionado
como uno de los finalistas del concurso de un pueblo, de cuyo
nombre no puedo (o quiero) acordarme, donde valoraron mi "desgarradora visión de la luz que se apaga en la naturaleza del sur
de España”.
Eso hizo volver a plantearme, aquella vez con tremenda
razón, que o bien no sabía ni iba a saber escribir poesía nunca,
o bien que estaba como un puñetero cencerro y todavía el mundo ni
siquiera se había dado cuenta. Con el paso del tiempo, ya consciente
de que la primera posibilidad la había ido constatado tras años de
intentos y de fracasos, aposté a que la segunda opción empezaba a
ir brotando al mundo, altanera y resentida, por haber estado más o
menos oculta tanto tiempo.
Entonces me acordé de que tú querías
que te escribiera un poema. Y que me creías capaz de hacerlo. Pero,
como sigue pasando el tiempo, y cada vez me lo dices menos, me estoy
empezando a olvidar. Así es que no sé si puedo decirte que seremos
felices, si comeremos perdices, de postre bizcocho y a mí me van a
dar con un tomate pocho.
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