miércoles, 13 de octubre de 2010

Respuestas a Miss M

M solicita, con cierto asombro e indisimulada curiosidad que le hable de mí. Pero no de mí sin más. De mis miserias, de mi oscuro interior, de mi yo oculto. No es que sea una morbosa insaciable (o sí, realmente no lo sé) sino que yo le he dado pie a ello. Mi estúpida pose de chica atormentada y con un terrible e inaccesible interior oculto le ha despertado curiosidad.
Otras letras se sorprenderían de ésto. Son letras que se han acercado y han visto mi luz. Algunas incluso me consideran un ser luminoso y cálido al que merece la pena acercarse, pero no me lo dirían por no inflar mi ego. Son letras que nunca me han seguido el juego del maldito ser oscuro y tenebroso. Nadie ha entrado del todo. No les culpo: Yo soy la que no deja entrar.
Hay cosas que no se pueden ver. Hay cosas que nadie debería presenciar. Todos tenemos un cuarto oscuro al fondo de nuestra casa de campo. Hay personas que creen que es un honor dejarte entrar en él, pero no es más que una estratagema para enseñarte un trastero viejo y esconder en el sótano la verdadera porquería. Incluso hay quien tiene tan a la vista cierta clase de inmundicias que no merece la pena plantearse si hay más porque te asomas a la casa aguantando la respiración por la fetidez que desprende. No digo que no haya nadie que tenga toda la casa limpia, probablemente exista, pero incluso en el lugar más limpio hay alfombras bajo las cuales esconder lo que barremos con el paso del tiempo.
 

 
M quiere ver el sótano. Cuanto más escondes algo, más curiosidad despierta. Basta con que le digas a alguien “Ahí no se puede entrar porque lo que hay dentro no se puede ver” para que cualquier duda sobre su interés de echar un vistazo se disipe de repente pasando a ser una casi insana necesidad de entrar aunque sea con mascarilla. No puede haber nada tan terrible como para que no pueda verse –pensamos ingenuos- pero los vertederos nucleares se crearon para que todo lo allí se eche quede completa y herméticamente sellado para siempre. No son cien por cien seguros, pueden tener escapes, pero otra cosa es que nosotros mismos martilleemos la pared para abrir grietas.
El disco duro de mi mente está lleno de carpetas de archivos. Algunas están escondidas y no conviene que se active la opción de “mostrar archivos ocultos” a no ser que se sea bastante entendido en temas cibernéticos porque podemos joder todo el cacharro. Algunas están camufladas bajo extraños códigos de acceso y para llegar a otras la ruta es agotadora amén de liosa y enrevesada. En la mayoría de ella hay muchas cosas mezcladas.
Mi estado natural es el desprecio y la altanería. Estoy educada en ello. Siempre me consideré una chica especial. Todos somos seres especiales, diferentes, únicos e irrepetibles, pero algunas lo somos más que otras y, sobre todo, algunas lo creemos más que otras. No había chicas que me rodearan en mi infancia o en mi adolescencia en las que viera algo parecido a lo que veía en mí. Quizás si hubo chicos. Quizás. Evidentemente había gente interesante, pero a la mejor o al más interesante no llegué a verle cosas que sí veía en mí. Nunca se lo dije a nadie. No puedes pretender explicarle a alguien que tú eres diferente a todos los demás y que te entienda. Por eso tampoco puedes pretender explicarle a alguien que tu cabeza te dice cosas en ocasiones que, en la escala de valores en la que se mueve la sociedad actual, pueden ser tachadas de aberración, paranoia o incluso delito. Yo no he impuesto las normas. Ni siquiera las mías. Pero sigo un correcto programa de adaptación social que hace tener el sótano bajo llave. Algún psicólogo me dirá que no es bueno tener cosas bajo llave, pero ese psicólogo no puede ni imaginar lo peligroso que puede llegar a ser abrir ciertas puertas. Soy especial hasta para eso. Soy un caso clínico diferente, único e irrepetible.
Mi sótano tiene clave de acceso y he olvidado la combinación.
 
Quizás sea mejor así...



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