Cuando miró sus ojos supo que no volvería a tener ante sí una imagen tan bella jamás. Quizás no merezca la pena seguir viendo, pensó, y se arrancó los ojos. Dejó sus ojos verdes sobre la mesilla de noche y se echó a dormir a su lado. Su presencia seguía siendo tan bella como siempre, aunque sin ojos no pudiera mirarla.
Al llegar la mañana se dio cuenta de que la belleza que hizo que se arrancara los ojos se había esfumado. Aquella perfección, sin mirarla con sus ojos, ya no era tan sublime. Y empezó a ver sus defectos. Y empezó a ver sus imperfecciones.
Maldijo su destino una vez más. Aquella vez había ido demasiado lejos. Se había arrancado los ojos por no soportar tanta belleza. Ahora, ya sin ojos, veía con claridad que aquello no era más que fachada.
Fantaseó durante un buen rato con la posibilidad de dar marcha atrás, pero era imposible. Desde que se arrancó los ojos, todo era mucho más feo.
Le costó algunos días darse cuenta de que ahora, ya sin ojos, era cuando estaba viendo realmente.
Y se maldijo.
Y la maldijo.
Y pensó que aunque fuera mentira, le gustaba mirarla con sus ojos. Ahora ya no podría engañarla jamás, pero estaba ciega. Y veía la verdad, y no le gustaba.
La verdad, una vez más, había vuelto a engañarla.
La verdad es una puta con los ojos verdes, a la que nunca hay que mirar de frente. Ahora lo veía, pero ya era demasiado tarde.
Y cuánto la echará de menos…
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