martes, 1 de junio de 2010

G es despreciable

G es despreciable. Creo que lo odio aún sin conocerlo. Y cuando digo conocerlo me quedo bastante corto, ni siquiera sé qué aspecto tiene. Sólo es un nombre. Sólo es un concepto. Es un concepto y representa todo lo que nunca quise saber de su existencia.
Oportunista embaucador, no hay duda. G es despreciable.

G me supone un choque con la pared que representa la realidad. Y la realidad, por mucho que me haya empeñado siempre, va más allá de mí. Es más, probablemente la realidad sea mayor de lo que puedo llegar a imaginar.

Nunca lo he hablado con nadie, pero ahora estoy seguro de que los recuerdos no nos pertenecen con exclusividad. Mi visión retrospectiva de la vida es diferente de la que la propia vida tiene de sí misma. Mis amores pueden llegar a ser eternos en mi fuero interno, pero no lo son en ningún otro sitio. Y si existen amores eternos en otros sitios, a mí no son los que me interesan. El apego no lo es todo. El cariño permanece, pero el recuerdo se difumina. Lo que ha sido lo más importante en la vida en una etapa de ella, deja paso a otras cosas acaso menos importantes. Nos desviamos constantemente de lo importante.
Hace años la cosa más importante que me podía suceder era que Maradona se quedara en el Barça y no se fuera a Italia. Si siguiera pensando ahora que es lo más importante, lo que da sentido a mi vida, hace muchísimo tiempo que debería estar muerto por falta de fe en la existencia. Sin embargo, creo que llegué a olvidar a Maradona. Lo tengo presente de cuando en cuando, al realizar furtivas visitas acompañado a los baños de bares y discotecas.
G no es Maradona. O quizás sí. No lo sé, ni lo puedo saber. Creo que incluso no quiero saberlo. G es un ente en mi mente al que no he puesto cara ni quiero ponérsela. G sigue siendo un concepto que puede ser erróneo. Probablemente esté ofuscado y G no sea más que una excusa para remorderme en la conciencia. A lo mejor está puesto ahí para demostrarme que hice mal y que no soy tan importante como creo. Posiblemente ni exista y todo sea un juego macabro para ver qué ficha muevo. Si fuera así, G podría ser Z, J, L o B, y ser aún peor. Peor sería que lo conociera y supiera perfectamente que es lo que piensa y le mueve a existir. Qué es lo que le ha llevado hasta allí. Por qué existe. Y viviría un problema aún mayor. Sentir la lucha entre la amistad y el desprecio. La amistad se iría enfriando sin ningún motivo socialmente respetable, para ir dejando paso a una frialdad estúpida que me calificara de niñato caprichoso. 


Cuando te quitan algo es cuando te das cuenta de lo que valía. Cuando abandonas algo es cuando te das cuenta de la falta que te hacía. Si condujera un coche y tirara un cigarro tras fumármelo por la ventanilla, kilómetros después sentiría un irremediable impulso de dar marcha atrás e ir a recogerlo. Lo que no vale en un momento concreto, cuando te desprendes de ello descubres que era lo más importante que tenías. Y si bien en el momento de arrojarlo crees que ya no sirve para nada, al instante descubres que nunca nada te va a hacer sentir igual que ese cigarro. Probablemente lo hayas sustituido ya por otro cigarro, incluso puede que hayas decidido dejar de fumar, pero cuando asumes completamente la nueva situación te das cuenta que la anterior es la que realmente necesitas y la que merece la pena.
Llámame egoísta. Llámame inseguro, pero no soporto a G. Espero no cruzármelo nunca. Aunque puede que me lo haya cruzado infinidad de veces sin saberlo. Prefiero no saberlo. Y lo difícil es pensar que existen ciertas posibilidades de tener que conocerlo, de tener que hablar con él. Fantaseando en pesadillas puede que incluso tenga que asistir a su boda y poner la mejor cara del mundo para no resultar un niñato inmaduro.
A ella la querré siempre. Eso es inevitable. A no ser que me demuestre fríamente que lo que le da G es tan sumamente bueno que no quiere saber nada ya del pasado. Eso no puede pasar. G es una tapadera para demostrarme que lo he hecho mal. Para demostrarme que hay vida más allá de mí.
Quiero ser millonario y poderoso. Sí, esa es la respuesta. Crearé una república bananera y sus habitantes estarán elegidos por mí. En mi palacio vivirán todas mis concubinas. No juntas ni revueltas, no me llama la fantasía del sexo grupal, al menos con ellas. Cada una en sus aposentos, siendo fieles a mí. Queriéndome para la eternidad. Y conformándose con mi afecto y amor repartido en tiempos que oscilarían acorde a mi estado mental. En un suburbio de la república habitarían las tentaciones, a las que acudiría de cuando en cuando para no acabar hastiado de palacio como acabé hastiado de todas sus ocupantes en el pasado. Gs no habría: Conmigo esporádicamente o simplemente con mi recuerdo presente sería suficiente para ellas.

Abomino mi tendencia al sufrimiento. Me martiriza no tener habilidad para pasar páginas. Mi dura imagen exterior no lo indica jamás, pero mi interior es frágil y vulnerable cual moral de infante falto de cariño.
G es el culpable de que haya vuelto a tomar consciencia de mi insegura condición. Se vive muy plácidamente cuando se tiene la mente ocupada en cosas que no suponen demasiado esfuerzo y que fluyen tranquilamente. Cuando la vida se encarga de liberar las necesarias hormonas que nos traen la tranquilidad y la estabilidad. G es un ser despreciable. No merece estar en mis pensamientos. Esta situación la diseñé yo, y en mi proyecto no había sitio para nadie del sexo masculino. Da igual que te llames G y que seas despreciable. Podrías haberte llamado Z, J, L ó B y vendría ser lo mismo.

Y lo peor de todo es que ni siquiera me puedo sentir agraviado, ni ser la víctima. No puedo ni compadecerme. Yo fui quien ha permitido que esto llegue hasta aquí. No importa si ha sido por omisión, por dejar hacer. Por no tener valentía ni claridad de ideas para ver lo que realmente tenía que hacer en cada momento.

Ahora llamo a amigas que no se pueden poner porque están dando de mamar a sus niños. ¿Dónde hemos ido a parar sin darnos cuenta? ¿Qué fue de los tiempos en los que el futuro aún estaba por llegar? Ahora lo tenemos encima. Ahora no hablamos de lo grandes que seremos sino de lo que te cuesta aguantar al imbécil de tu jefe. No planeamos irnos a vivir a ningún sitio idílico, ya tenemos panteón en el que vivir para siempre. La ilusión por ir a la boda de algún amigo que había caído en la trampa se ha transformado en el palo a la cuenta corriente que hay que dar dos o tres veces cada año. De ser la alegría de la huerta, el que nunca cambiaba, el eterno calavera que no cambiaba, dicho entre admiración, cariño y respeto, he pasado a ser el anticuado el que se ha quedado en la adolescencia, el bala perdida, dicho entre compasión y con distancia.

Ahora me apena pensar que en el parque en el que nos dábamos al amor han construido un cine. Un cine lleno de parejas despreciables a las que la vida sólo les proporciona un poco de emoción cuando el protagonista de turno, desgarrado por los mamporros de los malos está a punto de morir, aunque sepan claramente que por muy contra las cuerdas que se encuentre tendrá ese gramo extra de fuerza para poder darle la vuelta a la situación y acabar de hacer todo lo imprevisible y necesario para que termine bien. A mis ojos son infelices. A mis ojos, su vida es deprimente, pero tienen muy claro lo que quieren. Lo tienen muy claro porque ni siquiera se lo han preguntado nunca. Simplemente mantienen su status quo. Así no hay problemas como los míos. Su vida es esa, aunque no la hayan elegido, siempre han sabido que era así. La mayor locura que se les pasa por la cabeza es esperar que les toque algún día la lotería. Pero ni siquiera juegan. Simplemente aceptan las reglas del juego. Y ya no va más.



A mí siempre me ha gustado jugar. Aposté al rojo y me salió G. Como podría haberme salido Z, J, L ó B, que sería aún peor. Al menos G es invisible y despreciable. Al menos me queda la esperanza de pensar que simplemente sea una tapadera que oculta un cocido que nunca será el mismo sin mi sal.

Se me revuelven las tripas de pensar que en la cama donde aprendimos a amar haya entrado alguien más. El sudor de G debe oler a cuerno quemado. Probablemente haya entrado en esa cama por mi falta, pero espiritualmente siempre estaré allí. Al menos eso es lo que me gusta pensar. G nunca podrá sustituir mi presencia, mi recuerdo. G a fin de cuentas no es más que un sustito fácil como el condimento de las paellas. Es necesario porque no estoy yo, aunque en esencia soy yo lo que se busca. No sólo se busca por gusto, sino que se me necesita. ¿Qué sería de una paella sin un G que me sustituyera? Pero el sustituto es despreciable.

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